LUNES
Hace un par de semanas, fregando, se me rompió una salsera pequeña. Se cayó al suelo de la cocina porque la coloqué de forma vagamente temeraria, reposando sobre un cuenco. Cedió y se precipitó contra la baldosa quebrándose en pedazos, unos medianos, otros diminutos. Recogí con la mano los trozos más grandes, barrí el resto y los tiré todos a la basura. Me dio pena y rabia porque me la había regalado M. Hoy me ha pasado algo parecido con una de mis cuatro tazas de desayuno: el asa se desprendió silenciosa en un mal movimiento. Me quedé mirándola un rato, no por la pérdida, sino por la escena. “No pienso tirarla”, fue lo que pensé. La coloqué con las otras, como una superviviente amputada entre reclutas.
Hay algo humano en los objetos cuando se rompen. Nos recuerdan que son vulnerables, que no son pura funcionalidad ni puro decorado. Los objetos que se rompen están en uso, en contacto con la vida y por lo tanto en riesgo. Durante meses toda mi vajilla estuvo guardada en cajas, en casa de mi padre, envuelta en papel de burbuja y periódicos con titulares importantísimos que hoy ya no le importan a nadie. No se rompió nada entonces y, sin embargo, en ese encierro estaban más cerca del olvido que ahora.
Lo intacto es sospechoso. Lo que no se rompe es porque no se roza, no se ofrece, no entra en juego. Hay que cuidar las cosas, tratar de conservar lo que tenemos y nos gusta, pero no a riesgo de no usarlo. Si te compras un reloj, póntelo, úsalo, mira en él la puta hora. Si te regalan una botella de champán, no la reserves, no esperes al momento adecuado, ábrela mientras te das un baño con una serie de fondo. Celebra cualquier cosa. Las cosas no se rompen dentro del plástico. Se conservan, sí, como las momias: completas, deshidratadas, sin pulso.
Sigo teniendo cuatro tazas: tres en perfecto estado y una que ya no se puede romper. La taza del asa rota dejó de ser una más y pasó a ser la taza del asa rota, la primera en cruzar el umbral. La que desafía mi rutina. La que hay que agarrar de otra forma, la que traslada a mis manos un calor distinto. Cada vez que la use, sentiré una pequeña victoria por no haber desechado lo roto.
Esa es la paradoja: las cosas vivas se rompen, y lo roto, si uno lo acepta, no da ningún miedo. Lo que se quiebra no siempre se pierde, a veces se transforma y cambia también la forma en que lo miramos. Una taza sin asa se vuelve un símbolo (ya me estoy flipando, menuda fumada). Una taza sin asa es un recordatorio: lo perfecto es solo lo que aún no se ha vivido.
MARTES
Estuvo bien estar mal. Escuché la frase y se me quedó rondando como el olor de una cazadora de alguien que ya no está. Me senté a escribir, como quien se sienta a tomar algo fuerte después de un día largo, para saber si estaba de acuerdo o no con esa frase. Para ver si decidía estar a favor o en contra o si simplemente quería habitar la duda.