LUNES
¿Qué maravilla era aquello de hacer una llamada perdida para decir “estoy pensando en ti” sin darle dinero a las compañías telefónicas? Cogías el Nokia o el Siemens, marcabas el número, dejabas que sonara, cortabas al primer tono. La adrenalina de colgar, justo a tiempo, tenía algo de ruleta rusa, de coqueteo con el riesgo de que por fin descolgaran al otro lado. Era una forma precaria y perfecta de hablar sin decir, de acariciar sin tocar. Era economía emocional y financiera a la vez. Un código compartido que no necesitaba explicación y que además convertía al SMS en una especie de lujo o de guinda.
Aquel gesto mínimo tenía algo de resistencia, de disparo al aire, de ternura subversiva: hablar de amor sin pagarle a Movistar o a Vodafone, demostrar interés, hacerse presente como una brisa. En la llamada perdida uno se insinuaba pero no se mostraba. No era solo un tema amoroso, también era un lenguaje cifrado de adolescentes sin saldo, de padres e hijos, de amigos pobres e ingeniosos. La belleza de la llamada perdida radicaba en su versatilidad y en el pacto tácito de quienes la usaban.
Era un lenguaje no verbal, pero profundamente entendido, que variaba según el contexto: una llamada perdida a medianoche podía ser una declaración romántica, mientras que en la tarde era un recordatorio práctico. Un toque podía significar: llegué a casa, baja ya, está sonando nuestra canción en la radio, te extraño. También un hola sin pretensiones. Tenía mil traducciones y ninguna literal. Era un mensaje sin voz que decía tanto o más que un audio de tres minutos. La llamada perdida no se explicaba pero se entendía.
No era solo un truco para ahorrar: era una expresión de ingenio, un símbolo de comunicación minimalista y cargada de significado, un acto de creatividad nacido de las limitaciones tecnológicas y económicas. Hoy evoca nostalgia por su simplicidad y su autenticidad. Ahora tenemos tarifas planas, WhatsApp, emojis, stickers, videollamadas por WiFi, todo parece más fácil. Escribimos y borramos, nos pasamos la vida online, disponibles; todo es instantáneo y descafeinado. El móvil ya no tiembla encima del escritorio como vibraba con la llamada perdida de aquella chica.
MARTES
Yo tengo dos novelistas favoritas: la abuela Berta y la abuela Pepita. De entre todas las historias que contaba la abuela Pepita, hay una que sigue en mi memoria sobreviviendo al paso del tiempo: el día que conocí a Alberto Núñez Feijóo. Entonces, presidente de la Xunta; hoy, jefe de la oposición y presidente del Partido Popular. Llevaba ese día una camisa blanquísima y bien planchada, peinado de derechas y sonrisa de catálogo institucional. La ficción pura no existe (de hecho sería ininteligible); la ficción de este relato que contaba mi abuela surge de la pura realidad.