LUNES
Hay debates que no figuran en la agenda política ni en las tertulias, ni falta que les hace, pero que importan mucho a la gente. Son discusiones menores, en principio inofensivas, que a la hora de la verdad levantan absolutas pasiones, un fervor casi teológico. Cómo ordenamos nuestros libros, qué le echamos al gintonic, cómo se prepara una paella. Parecen tonterías, pero basta que alguien esboce una opinión para que otra persona se sienta atacada. Pero hay un asunto que cada verano divide familias, consolida amistades y desata confesiones: la silla de la playa.
Antes de nada me voy a posicionar furiosamente: yo estoy convencido de que madurar, mucho antes que tener un plan de pensiones, es preferir no ir a la playa que ir sin silla. Hace un año saqué este tema en la radio con mi querida S., después de haberlo comentado con M., que había estado en la playa el fin de semana con un grupo de amigas. Ella me había contado que habían visto a un grupo de señoras de unos sesenta años idénticas a ellas: abrían cervezas y cotilleaban alegremente de los exmaridos y de la vida. Pero algo las diferenciaba: aquellas señoras llevaban sillas y ellas no. Yo le pregunté alarmado si no había descubierto todavía la silla de la playa. Me respondió que sí, claro, pero que también le parecía una cosa como de gente mayor.
Quizá M. tenía razón. Tal vez sea cierto que llevar silla a la playa es aceptar que las condiciones de tu juventud han caducado. Pero yo lo tengo claro: si estar cómodo es renunciar a la juventud, que así sea. Es verdad: sentarse en una silla de playa es de señores y de señoras. Pero esto no implica tanto vejez como señorío, que se define como el dominio o el mando sobre algo. Si en la playa nos fijamos en la gente que está sentada, enseguida comprobamos esa sensación de control, de paz, de saber lo que se está haciendo. Renegar de la silla de playa es renegar voluntariamente de la felicidad. Oponerse al placer. Es como rechazar el aire acondicionado por una noción abstracta de autenticidad. Quien se sienta en una silla de playa no está envejeciendo, está evolucionando. Está practicando una forma sobria y elegante de hedonismo.
Una vez superado el binomio silla sí o silla no, hay que seguir avanzando: ¿silla alta o silla baja? Yo siempre baja. Me gusta estar a ras del suelo, sentir la arena templada con los dedos de las manos. Me gusta también que la silla se hunda un poco, como si la playa me abrazara. Mi amiga E. recomienda silla alta. “Si no estás en forma, levantarte de una silla baja te puede hacer perder la dignidad en un solo gesto”. Luego están los que colocan la silla dentro de la orilla, justo donde las olas acarician los tobillos. Esa gente juega en otra liga o directamente a otro deporte. Es la élite, la aspiración.
El universo de la silla de playa es complejísimo, hay mil tipos: con respaldo reclinable, de tela transpirable, con almohada integrada, con posavasos, con reposapiés, abatible, con parasol incorporado (con parasol son otro nivel). Las hay con 2 rueditas y asas largas para transportarlas más cómodamente. También con prácticos bolsillos. Un fenómeno muy similar al de la silla de playa es el de carro de la compra, del que ya escribí alguna vez. Llevar carro a la compra parece también de gente mayor, poco sexy, pero es comodísimo y una vez que lo pruebas ya no lo abandonas.
MARTES
Ser guapo es una bendición de Dios: abre todas las puertas, tiene un efecto automático en el carisma. El pretty privilege existe. No es solo una teoría: es un pasaporte. Ser guapo es un adelanto social constante. A los guapos se les escucha más, se les interrumpe menos, se les perdona lo imperdonable. Hay una cordialidad del mundo hacia los guapos. Es como ir por la vida enfocado todo el tiempo por una luz cálida, favorecedora. Ser guapo es una ventaja que solo niegan los feos resentidos y los guapos hipócritas. Aunque un guapo hipócrita, claro, tiene su punto y tendrá su perdón.